China no termina de encontrar la formar de incluir en su proyecto de país a las 55 etnias minoritarias, que se debaten entre la asimilación, la pobreza y la resistencia.

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El Partido Comunista Chino (PCCh) simplificó en los 50 cientos de caracteres para facilitar que los campesinos aprendieran a leer. Algunos ideogramas fueron alterados, sin embargo, por otra razón. El Gobierno de Mao Zedong, que catalogaba por entonces las diferentes etnias que habitaban el territorio nacional, decidió abolir los nombres peyorativos con el que los chinos se referían a los habitantes de las regiones fronterizas. Muchos de los sustantivos estaban formados con el radical de perro (犭), como la tribu de los Yao (猺) o los Zhuang (獞), provenientes del suroeste. Otros se componían del radical de insecto (虫), como los Min (閩), que habitaban en la actual provincia de Fujian.

En el apogeo territorial del Imperio Chino, sus fronteras se extendían todavía más que en la actualidad –incluían Mongolia y Taiwan–, formando un mosaico de culturas con centenares de lenguas y tradiciones diversas. Para los chinos, aquellos que habitaban en las regiones periféricas eran “como los pájaros y los animales salvajes”, incapaces de gobernar sus emociones, según escribió el historiador Sima Qian en el siglo I antes de Cristo. En dos ocasiones, estos bárbaros se hicieron con el control del Imperio: la dinastía Yuan (1279–1368) de los mongoles y la Qing (1644–1912) de los manchúes. Pero la cultura china mantuvo siempre un papel preeminente.

El 91,5% de los 1.300 millones de habitantes de China está clasificado como de etnia Han, es decir, se les considera los herederos de una cultura china supuestamente homogénea. El resto de la población, más de 90 millones de personas, forma parte de las 55 etnias minoritarias que reconoce el Gobierno.

Las minorías, a pesar de su escaso número, tienen una importancia estratégica para el país. Estas nacionalidades se extienden por el 65% del territorio, ocupando las regiones fronterizas del norte, el oeste y el suroeste. Las áreas donde viven estos pueblos limitan con países vecinos con los que China ha tenido conflictos armados en las últimas décadas. Son zonas, además, con enormes riquezas naturales: comprenden el 40% del carbón, el 50% del agua, el 94% de las estepas, el 38% de los bosques y el 18% de la tierra cultivable.

Algunos de estos pueblos apenas se reconocen hoy como tales, habiendo olvidado su lengua vernácula y gran parte de su cultura tradicional. La mayoría de los manchúes, por ejemplo, aprende hoy el mandarín como idioma materno. Otros se resisten a la asimilación, manteniendo una cohesión fuerte basada en un idioma y en una religión común. Los tibetanos y los uigures –y en menor medida los mongoles– están en este segundo grupo.

Existe también un término medio. Katherine Kaup, investigadora de la Universidad de Duke, explica que en las zonas rurales del suroeste los Dai, los Hani o los Yi viven en pueblos habitados fundamentalmente por miembros de su propia etnia, donde siguen hablando sus lenguas y celebrando las festividades y los ritos tradicionales. “Definitivamente se consideran muy diferentes de los Han, lo que no necesariamente implica tensión (por ejemplo, los matrimonios interétnicos son cada vez más comunes)", asegura por email Kaup.

La política oficial respecto a las minorías cambió mucho cuando Mao Zedong se hizo con el poder en 1949. Se consagró la igualdad de derechos de todos los ciudadanos, se estableció un cierto nivel de autogobierno y se inició una política de incentivos que privilegiaba a las minorías para compensarles por su más precaria situación económica y social. La Revolución Cultural reprimió salvajemente las tradiciones y las religiones de las minorías en busca de la homogeneización socialista. Pero a finales de los 70 se volvió a poner en marcha la política de autonomía e incentivos, esta vez priorizando el desarrollo económico.

El Gobierno puso en marcha entonces una serie de medidas de discriminación positiva que aún perduran hoy. Así, estableció cuotas para las minorías en las universidades, facilitando su acceso a la educación superior. También creó incentivos fiscales y de participación política, fomentando el ascenso de cuadros de las minorías étnicas en los gobiernos locales. Por último, relajó la política del hijo único para estas poblaciones, a las que se les permite –dependiendo del caso–  tener dos o tres hijos.

A día de hoy, sin embargo, las minorías siguen siendo mucho más pobres, menos educadas y suelen vivir en zonas con peores infraestructuras y servicios que los Han. Apenas suponen el 9% de la población del país pero habitan cerca de la mitad de los condados de extrema pobreza designados por el Gobierno central. En las últimas tres décadas, además, las desigualdades no han hecho más que aumentar.

En cuanto a la autonomía de gobierno, existe más sobre el papel que en la realidad, todos los poderes están sometidos al estricto control y a la arbitrariedad del PCCh. “La Constitución estipula que los líderes de las zonas autónomas deben ser miembros de la etnia prevalente en ese área; sin embargo, el Partido, que controla el Gobierno y tiene el poder de decisión final, está exento de estos requisitos”, escribe Reza Hasmath, profesor de la Universidad de Oxford, en un estudio reciente sobre el fenómeno.

Las nacionalidades representan un 6,9% de los cuadros comunistas, de acuerdo a los datos del Diario del Pueblo, es decir, un porcentaje inferior al de su población total y que además incluye a mucha gente que ha perdido los vínculos culturales con su etnia. El PCCh exige a sus 80 millones de miembros ser ateos, lo que, entre otras razones, aleja a muchos candidatos de las minorías, que son más devotos que los Han.

En la práctica, existen enormes diferencias en la autonomía de las nacionalidades que el Gobierno central considera una amenaza, como los tibetanos y los uigures, y aquellas que no. Las provincias del Tíbet y Xinjiang, que ocupan toda la vasta extensión de tierra al oeste del país, son a día de hoy las únicas regiones en las que los Han constituyen una minoría, con un 8% y un 40% de la población respectivamente.

También son las dos zonas más conflictivas, como se observa todos los días en las noticias que permean los medios de comunicación foráneos, a pesar de la estricta censura (la provincia del Tíbet y muchas zonas de Xinjiang y de mayoría tibetana están completamente cerradas a los periodistas y observadores independientes extranjeros). Esta misma semana otros dos tibetanos se inmolaron en señal de protesta por la política china, elevando la cuenta a 111 desde 2009. Además, el Estado condenó a 20 uigures por cargos de terrorismo a penas de hasta cadena perpetua, según informó la agencia AP.

Gladys Nieto, profesora de la Universidad Autónoma de Madrid, recuerda que ambas nacionalidades –y también los mongoles–  han tenido experiencias de gobierno independientes en el pasado. Pero subraya que los problemas más graves en la actualidad son la “falta de concreción real de la autonomía” y la “subordinación o exclusión que padecen respecto a los Han”.

Amnistía Internacional y Human Rights Watch han denunciado en repetidas ocasiones la vulneración de los derechos humanos en Tíbet y Xinjiang por parte de las autoridades. En los últimos años, la resistencia local a la inmigración Han (el Ejecutivo está incentivando que chinos de otras regiones se instalen en el Oeste), a las restricciones religiosas y a unas políticas de desarrollo que, a ojos de los críticos, esquilma sus recursos sin beneficiar a las comunidades locales han provocado dos revueltas étnicas a gran escala: en 2008 (Tíbet) y 2009 (Xinjiang).

“La senda del Gobierno apunta a dos ejes esenciales”, resume Xulio Ríos, director del Observatorio de la Política China. “Desarrollo para erradicar la pobreza –muy extendida en las zonas de minorías– y represión para frenar el secesionismo. No creo que una mayor riqueza les haga renunciar a su identidad. Todo lo contrario”, asegura.

 

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